EDUARDO TERNERO. La impronta del café-cantante duró casi 100 años, desde sus inicios hasta su hartazgo, desde que el flamenco se abrió al mundo hasta que otras novelerías inundaron el mercado. Así fueron pasando décadas, así llenaron tarimas cantaores, guitarristas y bailaores…, amantes, proletariado del flamenco. Lo vimos nacer en pequeños antros, tabernas, prostíbulos…, después pasó a tener esa clase distinguida, aquel fasto del escenario, de palcos y fanfarrias, de tramoyas y cortinajes… pero, como a todo, le llegaría el momento de su decadencia. La llegada de la Ópera flamenca, un paso más o un paso menos (según se mire) acabaría con la etapa secular, con una etapa productiva del cante de nuestra tierra. Los cafés-cantantes irían pasando al olvido, desaparecieron como tal y se fueron convirtiendo en salas de fiestas, colmaos, tablaos flamencos, peñas…, aunque la esencia es la misma: escuchar cante, muchas de las veces, regado de alcohol, donde se pueda distender el alma, encontrar el lugar donde reponer el ánimo, donde enervar emociones ocultas y dar rienda suelta a los más puros sentimientos a los que nos lleva el flamenco.