EDUARDO TERNERO. LA VOZ FLAMENCA. Los gitanos itinerantes, los cantaores del primer tercio del XIX, se dejarían ver por los pueblos, acamparían en la sierra con los perseguidos, con los amos de la serranía. Llegarían a las poblaciones, a las aldeas, donde ya eran conocidos, serían “convidados” por los señores en los eventos y juergas, en los saraos… las propias posadas, las tabernas, las casas de comidas y bebidas les daban unas monedas, sus dueños pagaban su arte por entretener al público.
Con sus cantes mantenían más tiempo la clientela en el local, acudía la gente de otras localidades, de los campos, para escucharles, eran sus únicas diversiones.
En cada pueblo de nuestra tierra se habilitaba algún lugar: un patio, un gran salón, un solar, una bodega… donde poder meter al mayor número de clientes, donde poder servir más vinos y viandas. Los cantaores se dejaban acompañar con alguna bailaora, un tocaor de guitarra primigenia y aguantaba hasta la extenuación las exigencias de los dueños, del “señorito” de turno o de un público que, poco a poco , fue llenando los locales. Sabemos que los sueldos o dádivas que recibían los “artistas”, como todo, empezaron siendo ridículos pero las ganancias de los empresarios de entonces les hizo ir subiendo el caché. Richard Ford, uno de los grandes viajeros y escritores extranjeros, nos cuenta: “…había grupos de gitanas que cantaban en estos locales y había que pagar para verles”. Estos artistas improvisados, estos intérpretes itinerantes de los caminos, se alojaban en casas de los suyos, de sus parientes, de su raza o caminaban por veredas de pueblo en pueblo, llevando el flamenco a todos los rincones de la geografía andaluza. Así lo comentaba el guitarrista que acompañó a D. Antonio Chacón, en sus comienzos, Javier Molina: “… andábamos con nuestras alpargatas por los caminos de pueblo en pueblo. En un hatillo llevábamos una camisa y unas botas y una pequeña maleta a la espalda que, bajo una alcantarilla, nos cambiábamos para poder entrar en el pueblo, donde íbamos a cantar, de una forma casi decente. La comida igualmente, un trozo de pan y alguna chacina nos alumbraba el día”.
Muchos concurrían muchos días seguidos a estas tabernas, a estos lugares de cante y los alternaban con eventos familiares: bodas, ferias… lo que suponía pasar temporadas en los mismos lugares.
No podemos ver aún, a los cantaores gitanos, como profesionales del cante. Una mayoría aprovechaba aquellos eventos para poder llevar a su familia alguna comida, una botella de vino y algunas monedas. Posiblemente los había que ya cobraban por cantar, que recibían dinero por ello, pero no estaba regularizada su actuación, sino que se les llamaba de forma esporádica. Muchos, una gran mayoría, de los mejores intérpretes, se mantendrían al margen del público. No debemos olvidar que, muchas de estas familias cantaoras, en principio, no vieron con buenosojos airear aquello que era parte de su patrimonio, de su idiosincrasia como pueblo, al igual que sus costumbres, su lengua… muchos no quisieron abrir al mundo el cofre de su secreto artístico más íntimo, algo acumulado desde los albores del tiempo. Muchos se llevaron a la tumba sus cantes, mantuvieron la boca cerrada a un público que ansiaba escucharlo.
Pero el hambre y las necesidades lo pueden casi todo y, otros muchos, vieron en el cante una forma de salir de la miseria…, era una cuestión de tiempo. Así fueron sacando de la cueva una de sus mejores armas, un sentimiento, un arte: “el flamenco”, que a gran parte del pueblo fascinaba, en un momento histórico que el que una gran mayoría del público, el no gitano, casi desconocía, y otros muchos ignoraban por completo.
El cante de alguna manera ayudó a muchos gitanos a ser más libres, a olvidar aquella esclavitud padecida, aquellos temores ancestrales que habían sufrido, el revés que durante generaciones les había dado la sociedad… Muchos no dejaron de ser lo que eran: nómadas del camino. El hecho de ir de un lugar a otro, recorrer la geografía andaluza llevando el arte, cantando, aireando sus sones, sin ataduras, sin dueño, sin jefe…les hacía volver a sus más ancestrales raíces, volvían a su endógena idiosincrasia. Estos cantaores ambulantes iban teniendo un nombre, conocemos los del Fillo, Tobalo, el Planeta…, pero había muchos más; Andalucía es muy grande y había que “conquistar”, flamencológicamente hablando, todo el territorio. En muchos pueblos se les esperaba, se ansiaba su llegada y llenaban locales las noches que actuaban. Dicen cronistas de la época que cobraban dependiendo de su largura en los cantes, de su conocimiento de los palos… tal vez ya veríamos acuñarse los términos cantaor largo por ser un artista que domina casi todos los estilos.
Pero, el dinero no es tonto y ya había empresarios que estaban vislumbrando que aquello del cante, aquellos espectáculos podían llenar los establecimientos, que, detrás de aquel movimiento artístico, habría negocio. Los locales, con el pretexto de escuchar y ver a los artistas del momento, por disfrutar con aquellos novedosos cantes, se llenaban.
La gente al sentir aquello tan hermoso que salía de las gargantas y llegaba a los corazones, al alma, se enfrascaba en la bebida, se disparaban las ventas de licores, la gente entraba en una especie de éxtasis que hacia gastarse el dinero y eso lo aprovecharían muchos para poder ampliar los garitos. Para poder verles, no hubo más remedio que poner un entarimado donde poder subir a los artistas (Cantaores, músicos, guitarristas…). Estamos dibujando una platea con mesas y sillas para que el público tome sus cañas de vino, sus chatos de anís… unas viandas, unas señoras que bailan, otras que entretienen y al fondo un escenario donde puedan exhibirse los cantes y los bailes durante la velada.
Si para unos, aquello, el sacar aquel arte de su cuna, popularizarlo, entregarlo a las masas por un trozo de pan y unas monedas fue dilapidar al flamenco, denigrarlo…, para otros sería un paso de gigante; porque partía de la oscuridad de la cueva, de la llama insulsa de un candil, de la tiniebla de una choza, bajo la luz de la luna o de la espeluznante galera… y ahora se alzaba sublime encima de un escenario. El flamenco se encumbraba, salía de su expresión clandestina, de cantar para unos “señoritos caprichosos” para subirse al púlpito para ser escuchado.
El flamenco había cambiado: de ser algo familiar, no extrapolable, a ser vitoreado, reconocido, aplaudido, por la mayoría, incluso es capaz de producir una catarsis colectiva. Ahora se reconocía, se pagaba para escucharlo, eran los protagonistas del momento. El flamenco se hizo eco en la calle, por fin, parecía que el pueblo gitano sería recompensado tras siglos de padecimientos. Ahora adquirirían categoría de artistas, era un espectáculo… nacían los “cafés-cantantes”.