DANIEL LORO. RELATO DE FICCIÓN. Hoy estamos honrados de presentarle la serie de relatos 'La maldición de la Manolita', que narra, en su primer episodio, la emocionante huida de un hombre en una población donde todos los males se atribuyen a la 'maldición' originada tras el derribo del quiosco situado en un céntrico lugar de la localidad. El proscrito ha de resistir en una trepidante fuga donde, en medio de un temporal desolador, es acosado por dos persistentes canes, 'ESTA' y 'ALCALDESA'. Les dejamos sin más dilación con la nueva trama elaborada por nuestro querido e insigne Daniel Loro.
Se volvió a levantar, pero esta vez había plantado la cara en el barro y al incorporarse lo único que se percibía era una masa informe embadurnada en fango que a duras penas se mantenía en pie. Fatigado y muy desorientado se restregó los ojos para al menos poder ver e intentar continuar su huida. Era la tercera vez que caía, esta vez en medio del olivar, ahora convertido en un lodazal y por donde era casi imposible caminar y mucho menos correr.
Se sentía como en esos sueños en los que te persiguen y aunque intentes huir no puedes moverte del sitio, pero con la salvedad de que esto no era un sueño.
En la cara ensuciada por el lodo solo se podían distinguir dos ojos abiertos como platos en los que se reflejaba el inmenso terror que se había adueñado de él.
Los ladridos de los perros cada vez se oían más cerca mientras la lluvia continuaba cayendo, haciendo que el barro que lo hacía invisible a sus perseguidores; poco a poco, fuera desapareciendo. Fue entonces cuando divisó lo que pensó podría ser su escondite.
Dos inmensos muros separados entre sí escasos metros resplandecieron iluminados por un brutal relámpago. Entretanto, el perseguido continuaba por el olivar a duras penas, casi arrastrándose, hasta que milagrosamente alcanzó uno de los grandes pilares que a pesar de la dejadez aún permanecían erguidos como testigos orgullosos de la historia de la Villa de la que él ahora era un proscrito.
Los chillidos de los canes se habían metido en sus oídos como una letanía inmisericorde que amenazaba con volverlo loco. De pronto, entre el ruidoso recital de los chuchos, se escuchó el motor de un vehículo que poco a poco se acercaba al sitio. Agazapado tras el muro, sigilosamente, se situó de forma que pudiera controlar lo que pasaba en el camino, sacó la cabeza y fue deslumbrado por los focos de una especie de furgoneta acorazada que acababa de parar justo a la altura de donde él se encontraba.
El vehículo apagó las luces y en ese momento otro relámpago iluminó el medio de transporte que era de un color amarillo intenso y estaba rotulado con la palabra Prosegur. Era uno de los vehículos con los que ELLA, la que dirigía los destinos del lugar, traía los dineros personalmente para atender las necesidades de sus súbditos.
La gente, durante mucho tiempo, pensó que lo de traer los dineros a la Villa era una labor extremadamente complicada que requería de un ingenio y una habilidad sin igual, pero nada más lejos de la realidad, su trabajo consistía en ir a donde estaba depositado el dinero previsto, cargarlo en la furgoneta y traerlo al pueblo.
Lo difícil era, ya con esos dineros, colocarlos de manera eficiente y acertar en las contrataciones de aquellos que ejecutarían los trabajos, administrando tiempos y salvaguardando en la medida de lo posible los intereses de vecinos y mercaderes; lo que en realidad se llama gestionar, pero de eso parecía que la señora no iba muy sobrada. A ELLA, con traer la guita al pueblo, ya le valía y para eso se compró la furgoneta.
De pronto una voz en grito acalló los gruñidos de los perros.
-¡¡Esta!!, ¡¡Alcaldesa!!. ¡Venid aquí! Dijo la señora mientras bajaba del vehículo de los dineros.
Las dos mascotas que respondían a tan curiosos nombres se dirigieron hacia la mujer moviendo el rabo mientras que del asiento del copiloto descendía un individuo que tapaba su cabeza con una capucha.
-Dueña, no debe andar muy lejos. Dijo el acompañante sin levantar la mirada.
La lluvia no cesaba y el fugado desde su escondite había decidido permanecer inmóvil confiando que sus perseguidores no se acercarían al lugar.
Un nuevo rayo volvió a iluminar el paisaje haciendo visible a su acosadora que, de manera imperial, permanecía inerte con la mirada en el horizonte bajo el aguacero.
Seguía con el disfraz de pirata, parche en el ojo incluido, que decidió colocarse como uniforme después que un chirigotero se atreviera a decirle que no se lo pusiera más.
Nadie en su sano juicio se atrevía a llevar la contraria a la que traía los dineros, nadie quería quedar excluido en el reparto, pero este ingenuo, imbuido por el espíritu del Carnaval, creyó poder dar tan atrevida indicación y además hacerlo en público. Desde aquel día, jamás se volvió a saber de él y la lección quedó clara para todos los lugareños.
El hombre que ahora era objeto de persecución había llegado a ser aspirante a bufón en la corte personal de la que todo lo podía, pero las cosas se torcieron y ahora se había convertido en el principal candidato a una de las innumerables extrañas desapariciones que desde hacía un tiempo ocurrían en el pueblo.
La mujer y su acompañante llevaban bastante tiempo tras su pista y pensaban que por fin había llegado el momento de cazarlo. Permanecían en silencio e inmóviles bajo una manta de agua que no cesaba; los jadeos de las perras y el sonido de la persistente lluvia eran la peculiar partitura que envolvía el lúgubre escenario en el que se encontraban.
El proscrito se mantenía con la espalda pegada al muro con los ojos cerrados y apretando los dientes creyendo así que el tiempo pasaría más rápido y sus perseguidores cejarían en su empeño por alcanzarlo.
El de la capucha volvió a hablar:
-Dueña. ¿Piensas que se habrá metido en Santa Eulalia?
-Seguramente, respondió la mujer. Y ahora entraras tú para comprobarlo.
-Dueña. No me obligue a hacer eso. Recuerde la maldición de la Manolita.
La mujer hizo una extraña mueca que dejó desconcertado a su acólito, pues de un tiempo a esta parte una serie de infortunios habían ocurrido en la Villa y se daba la circunstancia que temporalmente habían sucedido a partir de la demolición del mítico Kiosco de la Manolita, por lo que los supersticiosos empezaron a achacar todas las desgracias e infortunios a tal hecho.
Si el césped de un campo de fútbol no se reponía a tiempo, era por la maldición.
Si una obra se retrasaba más de lo previsto, era por la maldición.
Si el presupuesto de una piscina se desviaba constantemente teniendo que poner más y más dinero, era por la maldición.
Y así, un largo etcétera de calamidades y desventuras que tenían sumido al populacho en una constante desesperanza.
A la regente de la Villa esta historia le vino como anillo al dedo, pues la exculpaba de cualquier error o responsabilidad en los negativos acontecimientos que persistentemente se producían y ella misma se encargó de hacer que esas supercherías calaran entre los vecinos por lo que cualquier discurso de la dueña terminaba de esta manera.
-" En conclusión: Yo soy la que trae los dineros. Todo lo demás depende de la Manolita"(a la maldición se refería).
-¡¡"Alcaldesa", busca, busca…!!, dijo la mujer a su mascota favorita.
La perra se dirigió hacia las ruinas del antiguo convento tirando del hombre de la capucha a la vez que un nuevo relámpago acompañado de un gran trueno volvió a iluminar Santa Eulalia, donde el fugado continuaba postrado contra el muro quedando totalmente visible para quien se adentrara entre las ruinas.
El perseguido estaba perdido e iba a ser capturado y ya no habría vuelta atrás.
Irremediablemente la perra apareció ante él gruñendo, cuando de pronto, el suelo comenzó a moverse bajo sus pies y una extraña compuerta de acero se abrió haciendo que la pobre mascota estampara su cara contra el frío hierro a la vez que el de la capucha comenzó dar alaridos de terror al ver cómo de la tierra emergía una fantasmagórica figura.
-¡¡La Manolita, la Manolita.!!, gritaba el de la capucha mientras se dirigía a toda prisa al encuentro de su jefa que, por primera vez en mucho tiempo, sentía algo de temor por lo que ambos corrieron huyendo hacia el furgón de los dineros para escapar del lugar.
El proscrito, también aterrorizado por la aparición, parecía como si quisiera hacerse cada vez más pequeño contra la pared del edificio en ruinas imaginando que así pasaría desapercibido de quien él también creía un fantasma. Con los ojos cerrados y pensado que su fin había llegado, de pronto una voz familiar lo devolvió a la cordura; entonces quien había sido parido por las ruinas del convento le dijo:
- Acompáñame. No tenemos tiempo que perder.
Continuará...