Por fin, después de dos años ocultando nuestro rostro con mascarillas negras, blancas, azules… mascarillas diseñadas con el escudo de nuestro equipo, con nuestras siglas políticas preferidas, de nuestra hermandad…, después de llevarlas como embozados de manera perenne hasta acostumbrarnos a ellas como al móvil, de modificar la orientación de nuestras orejas, alejarnos de las gafas de sol…, parece ser que vamos a tener un amplio respiro y nunca mejor dicho, nos podremos quitar las mascarillas e inhalar el aire a gusto.
A algunos y algunas, por fin les hemos podido ver la expresión de su cara; a unos, los más jóvenes, les ha salido la barba en estos dos años y a otras las hemos visto convertirse en mujeres adivinando su rostro. La mayoría hemos estado a la sombra de las FFPs tanto tiempo que ahora nos encontramos desnudos ante ellas. Hace unos días, nuestros políticos de turno nos dieron permiso para quitárnoslas en contra de lo que aconseja la comunidad científica. Sin embargo algunos vamos a seguir poniéndolas algún tiempo más; no es que seamos sufridores masoquistas es que, llegados a una edad, las personas tienden a considerar y a reflexionar si esto verdaderamente se ha acabado o es una solución desesperada de los próceres que ya no saben qué decisión tomar. Así, que aunque llevemos varios días con la libertad de llevarlas, muchos seguimos con ellas, en reuniones, en sitio de aglomeraciones, en lugares cerrados… es una forma de asegurarnos, pues queramos o no el Covid sigue ahí, y lo dicen los mismos que nos han dicho que nos quitemos la mascarilla.
Pero, el ponerse una máscara, o una mascarilla no siempre ha sido una forma de defendernos contra los virus, la polución, el polen de ciertas plantas, para evitar el polvo o cualquier otro elemento que pudiera perjudicar a nuestra salud. Existen otro tipo de mascarillas o máscaras imaginarias que nos ponemos para ocultar nuestra verdadera identidad, nuestra forma de pensar. Esa ha sido y sigue siendo una manera de protegernos contra todo lo que nos llegaba del exterior, era también una especie de camuflaje para evitar mostrar – como la Luna – nuestra cara oculta y a veces como mecanismo de defensa contra todo aquello que podía dañarnos.
El hecho de ponernos la mascarilla durante estos dos últimos años ha sido un suplicio para muchos. La mayoría pensábamos que era una forma de no contaminarnos, de luchar contra el virus del COVID, hasta en eso hemos sido un poco egoístas. Porque la idea no era solamente de no coger el virus sino el de no transmitirlo. Sin embargo a la hora de ponernos una máscara ficticia, esa que nos ponemos para mostrarla ante los demás, ha servido (en muchos momentos de la vida de los hombres) para evitar desentrañar nuestras interioridades, para dar a conocer otra realidad que no era la nuestra o para escapar de situaciones que nos comprometían si lo hacíamos de cara a los demás.
Existen muchos casos en los que la máscara que nos ponemos es un mecanismo defensivo contra nuestros temores, contra emociones que no podemos controlar como ese miedo escénico, fobias ocultas…, pero hay otras que nos las ponemos para engañar, para disimular nuestra verdadera identidad, es la máscara del cinismo, de la hipocresía, es la mascarilla más oscura y peligrosa que podemos utilizar. Porque este tipo de mascarilla tiene los pasos muy cortos y a la larga se suele caer y deja nuestro rostro y nuestro (yo) al descubierto.
Por eso, hay que entender que la mascarilla o la máscara que nos pongamos debería ser de uso temporal, no podemos llevarla durante toda la vida, porque ese mecanismo defensivo que estamos utilizando podría usurpar nuestra propia personalidad y dejar mostrarnos tal como somos, libremente. Y ocurre que, en lugar de ocultar lo que deseas, lo que haces es encerrarte más tras esa máscara ficticia creándote un problema pues, puedes estar usurpando tu verdadera naturaleza, tu verdadero yo y eso, a la larga, tiene pocas soluciones.
Quitarse la máscara, la mascarilla o la careta ha sido una expresión muy usada en España. En todos los ámbitos, políticos y sociales ha significado el desprenderse de las mentiras, de la procacidad, del hieratismo… y ha distinguido a quien lo hacía porque se percibía como un acto de valentía, se le daba un valor extra, pues al parecer la cara nueva que ahora se expresaba era la autentica. Es posible que muchos que a lo largo de sus vidas se hayan quitado esa máscara que les oprimía, que no les dejaba vivir…, lo hayan hecho desde el arrepentimiento, desde un sentimiento profundo de culpa, con autentica sinceridad…
Sin embargo, en muchos otros, esto para nada es concluyente; hay quien es capaz de quitarse una máscara y tener varias capas debajo.
Pienso que lo mejor que podíamos hacer es dejar las máscaras para el Carnaval, ahí sabemos que quien la lleva está haciendo un uso ficticio y temporal de su personalidad, pero el hacer uso de ella, el resto de nuestro tiempo, no solo sirve para engañar a los demás sino para engañarnos a nosotros mismos.